Me encanta el Espíritu Santo. No me quepa duda. Me regocijo en Su soberanía y me maravillo en su multiforme obra. Como predicador del Evangelio es para mí un gran consuelo saber que cada vez que me subo al púlpito no tengo que depender de mi fuerza, o sabiduría, o estudios para convertir a las almas perdidas, sino confiar enteramente en el Todopoderoso aliento del Espíritu de Dios. ¡Él da vida! ¡Él levanta a los pecadores de entre los muertos! ¡Él hace que la obra de Dios florezca y prospere!
Pero es mi amor apasionado por el Espíritu lo que me hace enfurecer cuando veo a los hombres tratando de manipular la obra de Dios. Desprecio la religión fabricada por el hombre porque empequeñece la gloria del Todopoderoso. Una de las cosas que tengo en mi mente hoy en día tiene que ver con el llamado al altar.
No estoy totalmente en contra de los llamados al altar. Por un llamado al altar me refiero a pedir a una persona que venga a la parte delantera de la iglesia después del sermón si él (ella) quiere responder públicamente a la predicación de la Palabra y recibir oración del predicador o supervisión ministerial. Puedo ver la utilidad de los llamados al altar, y sé que el Señor ha bendecido mucho mi propia vida a través de ellos.
Mi método preferido, sin embargo, es la manera pasada de moda que predicadores como Charles Spurgeon utilizaban, es decir, invitar a los oyentes interesados o a los pecadores ansiosos a venir a charlar con él el lunes por la mañana/ tarde en su oficina. De esa manera, la persona tenía la oportunidad de dejar que el ajetreo y el bullicio del culto del domingo se apagara y realmente pensara largo y tendido acerca de si él (ella) se estaba verdaderamente abriendo al Evangelio.
La ventaja de esta segunda manera es que evita los peligros del emocionalismo a la que tantos son propensos hoy. Pero, una vez dicho esto, sigo pensando que los llamados al altar tienen su lugar.
Sin embargo, lo que no soporto de los llamados al altar (y lo que me hace hervir en cólera) es la gente que ora por las personas y las empujan al suelo. No hay nada espiritual, en absoluto, en esa práctica. ¿Qué es lo que hace que una persona quiera tirar a otro al suelo? ¿Es para que todo el mundo piense que él es de alguna manera más piadoso o más ungido?
No niego que el Espíritu Santo puede descender tan poderosamente sobre el pueblo de Dios que ellos caigan al suelo. Pero, ciertamente, no necesita a hombres que los empujen al suelo. Si Dios quiere que alguien sea abrumado por el sentido de su presencia, entonces Él puede poner al hombre (mujer) en el suelo, ¡no el predicador! ¡Deja que Dios sea Dios! ¡Deja que el Espíritu haga el trabajo! Cualquier otra cosa es una obra falsa del hombre que pone en tela de juicio la integridad del Evangelio.
Cuando era más joven me acuerdo de un predicador que oró por mí mientras me empujaba con fuerza en la frente. En mi inocencia me tiré al suelo sólo para alejarme de él. En otra ocasión, me acuerdo de un hombre soplando en mi cara diciendo: “Recibe el Espíritu Santo”. ¿Recibe el Espíritu Santo? ¿Qué? ¡Como si él fuera Jesucristo! Ninguno de los apóstoles jamás impartió el Espíritu Santo a nadie. Ellos oraron a Dios y Él descendió. Lo único que he recibido en mi cara de ese ministro cutre fue el olor a pescado y cebolla que había estado comiendo antes del culto.
Tenemos que limpiar estas prácticas y parar a los bien intencionados pero equivocados ministros compañeros que abusan de esta manera de la obra del Espíritu.Tal vez la mejor manera de poner fin a este absurdo sería ¡empujarlos a ellos mismos al suelo para ver si les gusta! Si el Espíritu Santo quiere moverse, Él lo hará. Pero Él no lo hará por la vía de la manipulación de los modernos empujadores de hoy en día.
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